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Opinión

Alexis Rosas: La Fuga de La Pica

A los 43 años de la Operacion Vicente Contreras Duque

Primicias24.com- … Pero no sería solamente la fuga del San Carlos la que protagonizarian los miembros de Bandera Roja en esos años de lucha clandestina.  Dos años después,  en agosto de 1977, rescatarían a otros presos de la Cárcel de La Pica,  en el estado Monagas;  uno de ellos, el Catire Rincón, sería después el jefe del Frente Guerrillero Américo Silva acribillado en Cantaura.  Se le había dado el mando a raíz de la detención de Gabriel Puerta Aponte, en abril del 82, cinco meses antes de los sangrientos sucesos . Otro fugado fue el que a la postre sería el último guerrillero del país, Francisco Javier Jimenez, conocido como El Comandante Ruperto;  también,  Antonio Arias, conocido como “Mochinga, entre otros dirigentes de BR que estaban siendo juzgados por el delito de Rebelión Militar.

   El asalto a La Cárcel de La Pica lo llevó a cabo Pedro Veliz Acuña con una columna de guerrilleros, y las características en que se produjo el hecho fueron tan sorprendentes como insólitas.

   Antonio Arias recuerda cada detalle como si fuera hoy día. Los cuenta con maestría de escritor de novelas de suspenso.  Alentada por el éxito de la fuga del San Carlos,  ocurrida dos años antes, la dirección de Bandera Roja había decidido dar un golpe espectacular liberando a sus compañeros presos en la cárcel del estado Monagas.

   Se le dio la encomienda a Pedro Veliz Acuña,  pero el plan fue trazado desde adentro y desde afuera. Habia un plan A y un plan B. El plan A consistía en que los guerrilleros al mando de Veliz Acuña llegarían desde el monte a una de las garitas de La Pica, de noche, y controlarían al guardia; luego encendían la llama de un yesquero, que era la señal convenida para que,  desde adentro, sus compañeros, que contaban con tres pistolas 9 milímetros y una granada, pusieran en práctica el plan B y controlaran a los vigilantes,  corrieran a la alambrada y la cortaran después de apagar las luces de esa parte de la prisión.

   A Arias se le iluminan los ojos a medida que va contando la aventura.  El día escogido fue un domingo porque a los presos les pasaban una película, de manera que se acostaban a las 9 de la noche y no a las 7 y 15 como ocurría usualmente;  eso le daba a los guerrilleros una ventaja de una hora y 45 minutos para actuar.

   “Los presos comunes estaban separados de nosotros,  lo cual hacía mas expedita la oportunidad de escapar.  Entonces, todo estaba preparado para ese domingo”, dice El Mochinga.

   Para llegar a la cárcel los guerrilleros debían atravesar una explanada de 200 metros desde el monte. Allí era donde los presos cultivaban la tierra. Como desde las garitas podía verse la acción de los subversivos,  éstos debían extremar las precauciones para no ser descubiertos.

   El día de la fuga, en la tarde, se destapó un chaparrón de todos los demonios y la tierra fuera de la prisión, se tornó tan  pantanosa que era difícil caminar por ella, de manera que los guerrilleros tendrían problemas para llegar al objetivo.

   “Pero eso no fue todo”, dice Arias,  “el problema principal ocurrió en la noche.  No hubo película ese día.  Imagínese,  el día anterior nos habían dicho que el  proyector estaba bien y de pronto ese domingo nos dicen que está malo,  que no iban a dar ninguna película y que debíamos recogernos a las 7 y 15 minutos. Pero el plan ya estaba en marcha y no podíamos retroceder”.

   Ahora se encontraban ante dos problemas: debían acelerar el plan de fuga y no tenían contacto alguno con el exterior;  es decir,  la gente de Veliz Acuña no sabía lo que pasaba dentro de la cárcel;  no sabían que no iban a pasar la película y que, por ese motivo, no contarían con la hora y 45 minutos adicionales para actuar.

   “Nosotros sabríamos que ellos habían llegado a la garita cuando encendieran el yesquero, pero no podíamos transmitirle a ellos ninguna información”, y El Mochinga dice estas palabras como si estuviera viviendo la tensión del momento otra vez.

   A las 7 y 15 los vigilantes comenzaron a recoger a los presos, pero algunos de los dirigentes de Bandera Roja se escondieron en un cuarto donde hacían trabajos, para no ser vistos. No habían visto la llama del yesquero, así que decidieron actuar poniendo en práctica el plan B desde adentro con la confianza de que sus compañeros llegarían a tiempo.  Pero no sabían que el terreno afuera era pantanoso y que en ese momento éstos tenían problemas para llegar a la cárcel.

   Lo bueno para ellos fue que, con la lluvia, uno de los guardias se durmió y el otro fue neutralizado cuando lo llamaron y acudió presto.  Era un hombre que respetaba a la guerrilla porque los guerrilleros eran hombres duros y decididos, y a los hombres duros y decididos  se les respeta. Lo encañonaron y lo rociaron con líquido paralizante para que no pudiera gritar.

   A continuación apagaron las luces del sector, los reflectores de las garitas ubicadas en el lado de la cárcel por donde iban a escapar y que daba a la calle adyacente. Más allá había un caserío donde los esperaban los automóviles de sus compañeros. Cuando la oscuridad cubrió totalmente el sector,  salieron hacia la alambrada con una piqueta y en ese momento algunos vigilantes los vieron; vieron, mejor dicho, las siluetas y les gritaron: “Epa”. Para donde van ustedes?  ! Regresen !

    Con rapidez de felinos,  todos los presos políticos llegaron a la alambrada que los separaba de la libertad.  La noche anterior habían decidido los nombres de los que iban a pasar primero, pero ante la premura,  se aglomeraron todos cuando se procedía a utilizar la piqueta y se abría un hueco en la alambrada.  El comandante Ruperto,  pese a sus 64 años de entonces, fue el primero en salir y arrancó como perseguido por el anima sola en medio de la noche desolada y preñada de demonios, oscura como la cueva de Drácula porque los nubarrones habían sepultado a la luna.

   Cuando salieron,  los primeros presos tuvieron que pasar por donde estaba una chatarra la cual tropezaron debido a la oscuridad. Entonces se produjeron unos fogonazos.

“!Se escapan,  se escapan!”, gritó alguien y se oyeron unos disparos aislados.  “Yo oía lejanos los disparos,  lo cual indicaba que no sabían por donde andábamos;  estaban tanteando en la oscuridad”, dice Arias.

   Después, las ráfagas rápidas,  nerviosas, a todas partes.  Ninguna los alcanzó, así que salieron a descampado. “Pero cuando nosotros llevábamos 15 mts avanzados,  ya Ruperto y los que lo seguían nos llevaban una delantera impresionante”.

   Arias,  el Catire Rincón y otros,  debían llevar al gordo Cova Mata casi en hombros porque éste, fuera de los kilos demás,  sufría de Gota,  que es la enfermedad de los reyes y de los príncipes y que nadie sabe como le fue a dar a un guerrillero con menos plata que un indigente.

   Se perdieron,  claro, se perdieron  en la oscuridad de la noche. Y lo peor era que los guerrilleros que llegaron al sitio, en vez de dispararles a los guardias para proteger a los presos de la fuga disparaban para cubrirse ellos mismos.  Fue una operación de lo más loca y todavía nadie sabe como llegó a un final feliz para ellos.

   Cuando llegaron al caserío,  el Catire Rincón vio a un hombre con uniforme militar que se perdía en una bocacalle. Era una sombra apenas en la tenue luz del alumbrado de barrio pobre “! Ese es Pedro Veliz”, gritó emocionado.

 “! Ringo, Ringo”!, llamó a Veliz por el pseudónimo. La misma suerte que cinco años después le daría la espalda en Cantaura lo favoreció porque, efectivamente, se trataba de Pedro Veliz.

   Veliz los metió en unos vehículos y los sacó del sitio. Pero el comandante Ruperto y sus acompañantes no aparecían por ninguna parte, porque,  desorientados,  andaban dando vueltas como una veleta. Tan perdidos andaban que la mañana siguiente los sorprendió detrás de la cárcel. De hecho, escucharon el sonido lúgubre de su ominoso interior y las órdenes imperiosas de los guardias,  con el alma encogida ante la posibilidad de volver a ella. Pero no los agarraron. Nadie sabe como fue posible eso, pero no los agarraron.

   Cuando la fuga fue planificada, se resolvió que si alguno se perdía debía poner una señal en el sitio donde se encontrara desorientado. Una señal cualquiera,  un trapo colgado de una rama, por ejemplo, todos los días y todas las noches;  una señal que fuera vista por los hombres de la guerrilla que, actuando legalmente, andarían por esos caminos buscándolos en medio del operativo militar. Al cuarto día,  jueves, encontraron a Ruperto y sus hombres,  cansados, hambrientos,  pero felices porque habían conseguido la ansiada libertad.

   Ruperto volvería a la guerrilla y depondría sus armas 17 años después,  en mayo de 1994, cuando bajó de las montañas junto con sus compañeros a raíz de la decisión del grupo Bandera Roja de legalizarse y participar en las elecciones. Parecían esos japoneses que fueron hallados en la selva 30 años después de finalizada la segunda guerra mundial,  y que, perdidos en el tiempo y el espacio, peleaban batallas imaginarias como Don Quijote con los molinos de viento.

   Ruperto era un hombre legendario,  porque cuando depuso sus armas tenía 78 años y había pasado buena parte de su vida entre las montañas de Anzoátegui, Sucre y Monagas.

Escrito por ALEXIS ROSAS

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